Tuesday, August 12, 2014

Y un buen día llegaste a mi vida, casi sin avisar!!!

Desde que supe que estaba embarazada, comencé a imaginarme el gran encuentro con mi bebé. Pensé que podría controlar el dolor como tantas veces lo había hecho en otras ocasiones con dolores que, según me habían dicho, se asimilaban a los tan temidos dolores de parto. Entonces estaba confiada, pensaba que, de alguna manera, iba a poder manejarlo. Hice mis ejercicios de pilates, salí a caminar, comí sano; en fin, hice todo lo que "tenía que hacer" para llegar perfecta a la cita a ciegas con mi retoño.

Para mi alegría, hasta entonces todo venía perfecto: el peso de mi bebé, su ubicación, incluso mi propio peso era el ideal! Tan sólo faltaba que llegase el día y vivir el encuentro tan deseado de la manera en que tantas veces me lo había imaginado: pujando, dando vida a mi hija, trayéndola a este mundo con mis propias fuerzas, regalándole su primer aliento luego de una dulce palmadita en la espalda. Sí, esa era mi película. Y yo era feliz creyendo que iba a ser así. Todos los días le hablaba a mi princesa y le decía "vos no te preocupes, mi bodoquita, todo va a salir bien. Mamá va a hacer todo el trabajo duro, vos sólo ubicate bien que yo me encargo del resto. Y nos veremos en menos de lo que puedas imaginarte". Luego acariciaba mi vientre, recibiendo a veces una patadita cómplice, cargada de la tranquilidad que sólo una mamá puede transmitir con el sonido de su voz.

Y llegó el día, como todo llega alguna vez en la vida. Llegaron los dolores (por Dios, qué dolores!) y llegó el miedo, el terror al proceso que acababa de desencadenarse y que ya no podría frenar, mucho menos manejar como hubiese pretendido.

Yo sabía (no sé cómo) que algo andaba mal. Los dolores no iban en aumento, estaban localizados en la zona de mi riñón derecho. Era como si alguien me hubiera metido un cuchillo afilado, de esos que usas los cocineros para picar, o los que vemos en las películas de suspenso como arma letal. Y sentía como si ese alguien giraba el cuchillo dentro de mi cuerpo, sin parar. Es la descripción más gráfica que puedo realizar del dolor que sentí entonces. Pero por qué no avanzaba el dolor? Por qué estaba localizado ahí y podía contenerlo con calor y acostándome de lado? Algo estaba mal, lo presentía.

Cosas de la vida, no era un cuchillo de cocina y nadie me estaba torturando. Era mi bebé, tratando de hacer lo que yo le había pedido: colocarse en el canal de parto. Pero tamaño el de ella y tamaño el mío, no pudieron ponerse de acuerdo y mi princesa no pudo encajarse aunque lo intentó, tratando de cumplir mis deseos. 

La cesárea de urgencia fue el cierre a un proceso tan bello que me dejo muy triste. Mientras me preparaban para cirugía, las lágrimas corrían una maratón sobre mis mejillas. Sentía la derrota de no haber hecho mi parte, la que justamente le había prometido a mi hija.

Yo estaba devastada, cansada por tanto dolor, agotada. Necesitaba dormir un rato, pero había llegado el momento de nuestro encuentro!!! Y yo no estaba lista! 

Cuando por fin la ví, cuando por fin su carita rozó la mía y el llanto improvisado cesó unos segundos al encontrarse nuestros olores, tan cercanos y tan conocidos, supimos las dos que el viaje había terminado y a la vez había comenzado, y que ya no había vuelta atrás ni tiempo para estar triste. Ese amor tan ideal y tan perfecto, tan electrizante y pleno había invadido la sala de operaciones y, aunque aún me sentía en estado de shock, fue inevitable regalarle mis primeras lágrimas de felicidad, aunque más hubiera querido abrazarla en ese mismo instante. Imposible, entre tantos cables y agujas. El desgarrador grito que pegó después quedó retumbando en las paredes, mientras se alejaba a upa de un papá que no podía salir del asombro y de la alegría, todo ello encerrado en una mirada tan cargada de emociones y una sonrisa tan amplia y tan satisfecha.

Y ahí quedé, esperando a que me cerraran ese capítulo de mi vida, tratando de entender que finalmente había llegado el momento de ejercer esa palabra tan linda que hoy me identifica: mamá.

La esperé en silencio en la habitación, con un dejo de tristeza, de culpa y de alegría. Todo junto, revuelto entre mis venas, enjuagándose en mis lagrimales. Pero llegó ella y me olvidé de todo. Nos reconocimos inmediatamente y nos unimos en el abrazo más lindo de todos. Ella se aferró a mí y no hizo falta ninguna instrucción. Ambas supimos cómo hacerlo y nos quedamos en silencio, disfrutando el proceso de la lactancia por primera vez. Fue maravilloso.

Es hasta el día de hoy que hubiera querido que las cosas fuesen distintas. Pero trato de no culparme más. Trato de enfocarme en ser la mejor mamá para mi hija, de darle todo, que no le falte nada. Que le sobren besos para más tarde, que tenga abrazos para regalar y sonrisas para compartir. Y que las lágrimas se sequen rápido, en el regazo de mamá.

Y acá estamos, a 13 meses de esa noche mágica donde casual y paradójicamente en Argentina se celebraba el día de la independencia. Capacidad de elegir, capacidad de actuar con libertad...Yo no pude elegir cómo traerla al mundo, tampoco fui libre de hacerlo, pero si fui libre y la elegí desde antes de saber que estaba en mí. La busqué con el corazón y la encontré. Y esa es Mi princesa: pedacito de mi ser que encierra toda la felicidad que hoy me envuelve y que jamás pensé que podría experimentar. Un amor tan profundo, tan prendido por dentro, tan mágico, tan ideal, tan puro. Un amor que simplemente, no se puede comparar.

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